El río eterno que baja de los Andes

El río eterno que baja de los Andes

La amazonia peruana es una region fronteriza y exótica que lucha por preservar sus esencias de las agresiones externas

Cada atardecer es diferente a bordo de La Turmalina, el bajel con nombre de amuleto contra las serpientes que recorre mansamente los dos grandes brazos del Amazonas peruano, el Marañón y el Ucayali. Desde la cubierta. una tarde me sorprende un ligero tabaleo de las aguas del fangoso cauce y vislumbro el salto de un delfín gris, Al ocaso siguiente, una tormenta eléctrica se desata con virulencia en lontananza, incapaz de hacerse escuchar, pero aterradora ante la profusión de rayos. El tercer crepúsculo regala un cielo de nubes que parecen pintadas a brochazos sobre un fondo añil que se apaga; nubes que transitan arbitrariamente por un horizonte abovedado, ilimitado e inabarcable. sobre una llanura verde infinita.
Cada puesta de sol difiere de la anterior, pero, mientras fluye, el Amazonas permanece inmutable, sin apenas relieves que rompan la perspectiva, El gran rio arcilloso se desliza con sigilo como una carretera acuática que abre los secretos del planeta. una vía custodiada por arcenes de floresta, una sucesión de copas uniformes entre las que sobresale , muy de vez en cuando, alguna esbelta ceiba, el árbol macizo más alto de la selva. La vastedad del Amazonas redefine constantemente el espacio y la perspectiva: es un paisaje tan inmenso que distorsiona las distancias, con horizontes tan amplios que se toman esféricos. Es en Perú donde la cuenca amazónica toma forma. En los neveros del volcán Mismi, nace el más caudaloso de los ríos y va recogiendo las aguas de los afluentes que se forjan en los vertiginosos descensos de los Andes, en un trayecto de 6.762 kilómetros hasta su desembocadura en el Atlántico. Hay muchos motivos para luchar por la preservación de esa selva amazónica que ocupa una tercera parte del continente sudamericano. Además de los ya consabidos de su función esencial de pulmón planetario, debe subsistir porque bebe del río eterno, porque si no existiera el Amazonas, el concepto de río serla diferente, de igual modo que sin Manhattan los rascacielos no serian lo mismo.

La Turmalina zarpa de Iquitos, el epicentro urbano de la Amazonia peruana. Remontando la corriente se despliegan escenas del gran río. algunas cotidianas, como la de los dos hombres que controlan el farragoso transporte de troncos sobre el agua, atados como si fueran una balsa, desde una canoa con un motor fuera borda al que llaman peque-peque por el ruido que hace. Y otras escenas menos bucólicas, como el petrolero que remite a la explotación de los hidrocarburos del Alto Amazonas peruano que está degradando todavía más esta frágil región selvática.


Unas 42.000 personas viven hoy en la Reserva Nacional de Pacaya-Samiria y en sus alrededores. Para ellas, la lancha es el principal medio de transporte, sobre todo en la época húmeda, cuando los caminos de la zona quedan anegados.

Auge al amparo del caucho

Lánguida, húmeda y decrépita. Iquitos es el mejor punto de acceso al Amazonas peruano. Como otras ciudades de origen español, está articulada en torno a la plaza de Armas, donde la catedral y la Casa de Hierro -construida por el ingeniero francés Gustave Eiffel- recuerdan los años de bonanza y excesos de los barones del caucho. Hasta finales del siglo XIX. Iquitos era un villorrio acechado por los indígenas y, sin apenas transición, se convirtió en una ciudad de 20.000 habitantes nacida del afán de lucro de los caucheros.
Su principa] atracción es el barrio de Belén. fácilmente reconocible por sus casas flotantes. unas precarias viviendas con plantas neumáticas que se mecen, suben y bajan siguiendo el palpitar del rio. que crece o mengua según la temporada seca o de lluvia. Aquí se desarrolla un mercado que es toda una algarabía de colores vivos y sonrisas radiantes. En los puestos de pescado se comercia con especies amenazadas como el paiche, el rey del rio. que llega a medir tres metrosy es apreciado por su carne sabrosa, e incluso con capturas ilegales, como las tortugas. Frutas exóticas y supuestamente afrodisíacas como el aguaje o el caimito, y productos llegados de los Andes como las mazorcas de maíz o los sapayos (unas calabazas tan grandes como criaturas) se pueden degustar al lado de las especialidades que componen la dieta principal, como el tacacho, un puré salado de plátano, o la cocona, el zumo de la guayaba.
Antes de desembarcar en la localidad de Miguel Grau se empiezan a reconocer las orillas arcillosas y agrietadas, casi ocultas por el cañizo, los jacintos de agua y los nenúfares. Cuanto más alto es el muro natural de la orilla, más bajo está el cauce. Cuando el agua trepa hasta el límite de esa pared arenosa, las inundaciones son inevitables y en muchos pueblos pasará un trimestre antes de que sus habitantes vuelvan a ver sus calles polvorientas. «Este año la creciente lo está destruyendo todo», dice lacónico Pedro, de piel olivácea y facciones indígenas, que está domando una pequeña anaconda en su canoa. La anaconda es uno de los animales totémicos del Amazonas, ensalzada por los relatos de los españoles que se lanzaron a explorar el gran río desde que Francisco de Ore-llana lo navegase en 1542. Pero esta serpiente no es tan temible como su leyenda proclama. En el Amazonas, sólo las mujeres deben apartarse en presencia de una anaconda, pues se considera de mal augurio, pero los hombres las persiguen porque su grasa se usa para curar fracturas.
Miguel Grau, que supera en poco el millar de habitantes, se levanta sobre una isla asentada, es decir, una acumulación de tierra que el rio deja al descubierto en la época seca y que los árboles acaban apuntalando en un proceso de décadas. Es la típica aldea de ribereños, como se denomina a los peruanos no indígenas que se han dispersado por los afluentes, quebradas (torrentes permanentes) y caños (cauces provisionales) del gran rio, y que clarean la selva para levantar sus chozas circulares. las malocas, hechas de madera de cepico y palma de yarina. En sus alrededores plantan yuca y árboles plataneros, que son los que mejor resisten las inundaciones y cuyo Fruto venden en Iquitos.
Hay poca actividad en Miguel Grau. Alrededor de las casas merodean capibaras, los roedores más grandes del planeta, y en los balcones hay monos atados para que puedan ser presa de los objetivos fotográficos y. por tanto, fuente de ingresos. Algunas mujeres venden artesanías de guairuro, un fruto rojinegro, y algunos hombres hacen fariña, un alimento de primera necesidad que se obtiene de moler y ahumar la yuca. Otros salen a pescar y los demás intentan aprovechar el turismo, especialmente desde la construcción de una torre mirador de nueve plantas en la confluencia del Marañón y el Ucayali. Cuando se juntan ambos tributarios, el rio, con un ancho de cuatro kilómetros, pasa a denominarse propiamente Amazonas y todavía le quedan más de 4.000 kilómetros de recorrido.

La principal atracción de Iquitos es el barrio de Belén, reconocible por esas casas que se adaptan al palpitar de un río que crece o mengua según sea la temporada seca o de lluvia


Belén, en Iquitos es la barriada flotante conocida como la ‘Venecia del Amazonas». En este lugar todo está dispuesto para afrontar las crecidas del gran río.

Los habitantes del gran río

Hay muchas leyendas en el Amazonas surgidas al amparo de una naturaleza desbordante que, como el transitar del río, parece calma y cansina, pero que acaba siendo implacable. Los bufeos o delfines rosados, que emergen enseñando el lomo como las ballenas, son chivos expiatorios de los embarazos no deseados, pero ante lo efímero de sus apariciones, cuesta creer que sean capaces de aparearse con mujeres. Los delfines grises, que gustan de aguas más profundas, son saltarines, pero apenas llegan a los dos metros y es difícil observarlos. Ambas especies se hallan en la Reserva Nacional Pacaya-Samiria, a la que se llega remontando el Ucayali poco después de la gran confluencia.
Esta reserva es una de las mejores oportunidades para descubrir la selva inundable y explorar los caños y quebradas en canoas. El Amazonas es tan vasto que casi ni se perciben las orillas a bordo de barcos como La Turmalina. En cambio, a ras de agua, pues la canoa sobresale apenas un palmo, se abre otra perspectiva. Las heliconias rojizas vistosas se curvan como si quisieran precipitar sus hojas al río y compiten en brillantez con las amarilientas relamas de flor acampanada. Mientras, los pájaros carpinteros de cresta carmesí se dejan ver agarrados a los troncos, las oropéndolas tropicales silban con brío y los pancares se hacen notar con ese canto que simula el ruido de una gota que cae al agua. Gracias al Amazonas, Perú es el segundo país del mundo con más especies de aves. Al mediodía también es posible ver algunos caimanes tostándose al sol, pero no resulta fácil. Es más probable distinguirlos de noche, cuando sus ojos brillantes los delatan. En cambio, los monos tocones no se asustan ante los humanos y los guacamayos inundan de azul y rojo las ramas.


En la selva una mujer de la comunidad mati o mayoruna, el llamado «pueblo gato», que habita las orillas del río Galves.

Calles anegadas por las aguas

Algunas quebradas y afluentes que se originan en la selva tienen aguas negruzcas. Los ríos que bajan de los Andes, por el contrario, son fangosos, pues arrastran muchos sedimentos. Las aguas arcillosas del Ucayali ya han desbordado La Libertad, otra población ribereña, y la avenida de los Plátanos, su arteria principal, ha quedado anegada. Ya no se camina por ella, se rema. Pese a la exuberancia del Amazonas, la tierra es tan yerma que la mayoría de ribereños comercian y compiten ferozmente entre ellos sólo con yuca, plátanos y frutos arbóreos autóctonos.
Ucayali arriba, pasada la reserva Pacaya-Sami-ria. se llega a Pucallpa, la ciudad en continuo crecimiento que marca la frontera de los Andes. Pero La Turmalina cambia de rumbo, vuelve a la confluencia y opta por remontar el Marañón, pasar por Nauta, la última población comunicada por carretera con Iquitos, y proseguir su viaje por el río eterno. «El Amazonas es como una granja que reclama cuidados intensos y diarios», me dice Raúl, prefecto de Santo Domingo, una aldea de indígenas asimilados a orillas del río Marañón. Aquí, los habitantes visten y comercian como los ribereños, pero guardan celosamente los secretos de sus remedios tradicionales. La selva es una farmacopea que muchas multinacionales desean explotar.
Casi todos los indígenas del Amazonas peruano son asimilados, hablan castellano y practican la misma agricultura de subsistencia para comerciar que los ribereños. Sólo catorce pueblos indígenas han optado de forma voluntaria por el aislamiento, pero aun así están expuestos a las enfermedades que llevan los mineros, cazadores y trabajadores del petróleo, que no respetan los territorios ancestrales. A pesar de su aislamiento, algunos de esos pueblos indígenas se han abierto al turismo. Es el caso de las comunidades matis del río Galves, un afluente del Javarí que delimita la frontera entre Brasil y Perú. Esta tribu es famosa por los palitos con que las mujeres adornan su nariz para simular los bigotes de un gato. Algunas agencias montan expediciones para ir a ver a los matis. cuyo territorio está protegido en Brasil, pero no en Perú.
De hecho, el país no cuenta con un censo fiable de indígenas amazónicos. Se supone que son ape-nas200.000.repartidosen 56 tribus que hablan 17 lenguas. Algunas aldeas, como Santo Domingo, se confunden con las de los ribereños, aunque esta comunidad conserva su chamán. que muestra a los visitantes el ritual de la ayahuasca. la pócima aluci-nógena que permite viajar al origen de los males.
Para encontrar indígenas con rituales y costumbres más puros hay que llegar al bosque no inundable, que también ha sido el más castigado por los buscadores de recursos. Uno de los pueblos más numerosos, los shipibo, con 35.000 personas que habitan alrededor de la región de Pucallpa. en el alto Ucayali, conserva el ritual de la ayahuasca y las expresiones artísticas que de ella se derivan, con tallas de madera que se comercializan en los mercados de Iquitos y Pucallpa. Los mercados son el mejor lugar para establecer contacto con los indígenas. ya sea en Iquitos. Nauta o Yurimaguas, los tres puertos del departamento de Loreto.
Si la navegación desde Iquitos permite adentrarse en los bosques secundarios y de galería, el Parque Nacional del Manu se ha convertido en los últimos años en la puerta del Amazonas andino peruano. Accesible desde Cuzco en autobús o avioneta, este parque ofrece el verdor memorable de unas aguas que acaban su viaje en el rio Madei-ra, un afluente del Amazonas que serpentea por Brasil. La selva del Manu es espesa, típica del bosque húmedo tropical, y preserva ejemplares de lupuna o ceiba, de castaño, cedro y cepico. La región fue un punto de encuentro entre incas e indígenas, como testimonian las ruinas y petro-glifos que esconde en su interior. Las águilas har-pías y el jabirú representan a las más de 800 especies de aves de la zona, en cuya espesura abundan jaguares, lobos de río y osos hormigueros.
El descenso por el río Madre de Dios lleva a Puerto Maldonado, capital de la región y antiguo destacamento que los españoles fundaron para encontrar El Dorado Yes que el Amazonas está lleno de leyendas, su mansedumbre es engañosa y la selva, siempre rebosante, no conoce el silencio.

Casi todos los indígenas del Amazonas peruano son asimilados, hablan castellano y practican la misma agricultura de subsistencia para comerciar que los ribereños


Las oscilaciones del cauce de los ríos determinan de forma dramática la vida de los lugareños en la Amazonia peruana. Con la crecida. los escasos cultivos son anegados y las condiciones de vida se hacen sumamente duras para las aldeas que quedan incomunicadas.

  • AUTOR David Dusster es viajero y periodista, colaborador habitual del diario La Vanguardia. Es un enamorado del Amazonas, cuyo curso completo ha explorado dejándose atrapar siempre por su tranquilo ritmo de vida y la hospitalidad de sus gentes.
    «La vastedad del rio Amazonas rede fine constantemente el espacio y lo perspectiva del que navega por sus aguas: es un paisaje grandioso, tan inmenso que distorsiona las distancias y con horizontes tan amplios que se tornan esféricos».

Cuando la Selva lloraba

La fiebre del caucho transformó el Amazonas peruano

Hoy día, la selva amazónica sigue amenazada por los intereses de las explotaciones madereras y petroleras, pero al menos sus árboles ya no lloran. Hubo una época, a fines del siglo XIX, en la que si lo hacían, Fue cuando la cuenca del río vivió una fiebre que en la práctica esclavizó a los indígenas, construyó ciudades donde había terrenos baldíos y estuvo a punto de acabar con la biodiversidad del pulmón del planeta. La culpa la tuvo el caucho (Hevea brosiliensis), llamado jebe por los peruanos. Las lágrimas del jebe eran el látex, el líquido lechoso que se extraía tras practicar un corte diagonal en una sección del tronco de la que previamente se había arrancado la corteza. El proceso era lento y las distancias enormes, pero los caucheros se entregaron a fondo para explotar la nueva riqueza inesperada de la selva. Sometieron y desplazaron a comunidades indígenas, y crearon ejércitos privados con nativos sometidos a la fuerza para moverse por las profundidades del Amazonas.

La capital comercial del caucho

Iquitos se convirtió de la noche a la mañana en el centro administrativo, comercial y financiero de la industria del caucho en Perú. Grandes mercancías partían desde aquí hacia Europa y Estados Unidos. Sin embargo, los árboles del caucho estaban dispersos y a veces muy alejados de Iquitos. Cuanto más inundada estaba la selva, más penoso e inseguro era procesar el látex. Además, el clima era infernal, lo que mermaba la rentabilidad. Las potencias europeas, en especial Gran Bretaña, buscaron soluciones y cuando lograron que las semillas del caucho cuajasen en Malasia y otras zonas de Asia, donde crearon plantaciones fáciles de controlar, el auge cauchero terminó de forma abrupta en el Amazonas. Ciudades como Iquitos nunca han acabado de recuperarse del todo de ese declive. En la memoria, no obstante, quedan personajes como Fermín Fitzcarrald, que reclutó indígenas asaninkas y piros para convertirse en el cauchero más rico y sádico de Perú.


La Casa de Hierro de iquitos se transportó desde París en la época dorada del caucho.


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